El Ahorcamiento de Alfred Wadham.
The hanging of Alfred Wadham; E.F. Benson (1867-1940)
Le estuve comentando al padre Denys Hanbuky sobre un la gran sesión de
espiritismo a la que había asistido. La médium, en trance, había dicho
cosas desconocidas para todos salvo para mí y un amigo mío que había
muerto recientemente, y que según la médium, estaba presente.
Naturalmente, desde el punto de vista científico, el único desde el que
deberíamos abordar esos fenómenos, esa información no era una prueba de
que el espíritu estuviera en contacto con ella, pues aquello ya lo
conocía yo, y mediante algún proceso telepático pudo ser comunicado a la
médium a través de mi cerebro, y no mediante la intervención del
muerto.
Además ella no hablaba con su voz ordinaria, sino con una que se
asemejaba a la de mi amigo. Pero yo también conocía su voz; estaba en mi
memoria igual que las cosas que ella decía. Por tanto, tal cómo le
comenté al padre Denys, había que descartar aquello como una prueba
positiva de que la comunicación procedía del otro lado de la muerte.
-La teoría telepática es posible -le dije-, y tenemos que aceptar
cualquier explicación conocida que dé cuenta de los hechos antes de
concluir que los muertos han regresado y contactado con el mundo
material. Aunque la habitación estaba cálida vi que él se estremeció
ligeramente, y acercando un poco más la silla al fuego extendió las
manos ante las llamas. Qué manos eran aquéllas: hermosas y expresivas,
muy semejantes a las manos en oración de Alberto Durero: las llamas
brillaban a través de ellas como si lo hicieran a través de un
alabastro. Sacudió la cabeza.
-Es peligroso tratar de entrar en comunicación con los muertos. -me
dijo- Si parece que entra en contacto con ellos corre el riesgo de
establecer la conexión no con ellos, sino con inteligencias terribles y
peligrosas. Estudie la telepatía, pues es una de las maravillas de la
mente que deberíamos investigar, como cualquier otro secreto de la
naturaleza. Pero le he interrumpido: dijo que sucedió algo más. Hábleme
de ello.
Yo conocía el credo del padre Denys acerca de esas cosas, y lo
deploraba. Tal como su iglesia le exige, sostiene que la relación con
los espíritus de los muertos es imposible, y que cuando parece
producirse, tal como indudablemente sucede, el investigador está en
realidad en contacto con una especie de demonio que está tomando la
personalidad del espíritu del muerto. Tal cosa me pareció monstruosa y
carente de fundamento, y no he podido descubrir nada en las fuentes
reconocidas de la doctrina cristiana que justifique dicho punto de
vista.
-Sí, ahora viene lo extraño -proseguí-. Pues hablando todavía con la voz
de mi amigo, la médium me dijo algo que al instante creí que era falso.
Por tanto no pudo ser transmitido telepáticamente. Cuando la sesión
terminó examiné el diario de mi amigo, que me había legado a su muerte.
Encontré allí una entrada que demostraba que lo que había dicho la
médium era absolutamente cierto. Algo -y no necesito entrar en ello-
había sucedido exactamente tal como ella lo había dicho. Aquello no
podía haber llegado a la mente de la médium desde mi propia mente, y no
existe ninguna fuente en la que yo pueda pensar desde la que ella
pudiera obtener ese dato, salvo de mi amigo. ¿Qué dice usted a eso?
-No cambio en absoluto mi posición -me contestó sacudiendo la cabeza-.
Esa información, aceptando que no procediera de su mente, lo que
ciertamente parece imposible, procedería de algún ser desencarnado. Pero
no del espíritu de su amigo: venía de alguna inteligencia maligna y
horrible.
-¿Y no es eso pura suposición? -pregunté- Seguramente es mucho más
simple decir que, bajo ciertas condiciones, los muertos pueden
comunicarse con nosotros. ¿Por qué meter aquí al diablo?
-No es demasiado tarde -contestó mirando el reloj-. A no ser que quiera
irse a la cama, concédame su atención durante media hora y trataré de
demostrárselo.
El resto de la historia es lo que me contó el padre Denys, y lo que sucedió inmediatamente después.
-Aunque usted no es católico, pienso que estará de acuerdo acerca de una
institución que juega un importante papel en nuestro ministerio, me
refiero a la confesión, por lo sagrado de ésta y su inviolabilidad. Una
alma cargada por el pecado llega a su confesor sabiendo que éste está
hablando con aquél que tiene el poder de darnos o retirarnos el perdón,
pero que nunca, por razón alguna, repetirá o sugerirá lo que se le ha
contado. Si existiera la más ligera posibilidad de que la confesión del
penitente se diera a conocer a algún otro, salvo al propio penitente,
con propósitos de expiación o de deshacer algún error, nadie se
confesaría nunca. La iglesia perdería el más importante baluarte que
posee sobre las almas de los hombres, y las almas de los hombres
perderían ese consuelo inestimable de saber (no simplemente de esperar,
sino saber) que sus pecados les han sido perdonados.
Evidentemente el sacerdote puede no dar la absolución si no está
convencido de hallarse frente a un penitente auténtico, y antes de darla
insistirá en que el penitente repare, en la medida en la que le sea
posible, el mal que ha hecho. Si se ha beneficiado de su deshonestidad,
deberá hacer el bien: cualquiera que sea el crimen que haya cometido
deberá garantizar que su arrepentimiento es sincero. Pero imagino que
aceptará que en ningún caso puede el sacerdote repetir lo que se le ha
dicho con independencia de cuáles puedan ser las consecuencias de su
silencio. Aunque repitiéndolas pudiera corregir o evitar un mal
horrible, le sería imposible. Lo que ha oído lo ha oído bajo el sello de
la confesión, y con respecto a lo sagrado de éste no hay argumentación
concebible.
-Es posible imaginar qué terribles consecuencias resultan de ello. -intervine- Pero lo acepto.
-Ya antes de ahora se han producido consecuencias terribles. -prosiguió-
Pero no afectan al principio. Y ahora voy a hablarle de una confesión
que me hicieron en una ocasión.
-Pero ¿cómo va a hacerlo? Eso es imposible.
-Por una determinada razón a la que llegaremos más adelante, comprobará
que ese secreto ya no me incumbe a mí. Pero no es ésa la clave de mi
historia: sino la de advertirle sobre los intentos de establecer
comunicación con los muertos. Parecen llegar a nosotros, a través de
ellos, signos y muestras, voces y apariciones: pero ¿quién los envía? Se
dará cuenta de a qué me refiero.
Me puse cómodo para disponerme a escucharle.
-Probablemente no recordará con claridad, o no recordará en absoluto, un
asesinato cometido hace un año, en el que encontró la muerte un hombre
llamado Gerald Selfe. No había allí ningún misterio, ni accesorios
románticos, y no despertó el interés del público. Selfe era un hombre de
vida licenciosa, pero mantenía una posición respetable y habría sido
desastroso para él que llegaran a ser conocidas sus irregularidades
privadas. Antes de su muerte, durante algún tiempo, estaba recibiendo
cartas de chantaje referidas a sus relaciones con una determinada mujer
casada, y correctamente había puesto el asunto en manos de la policía.
La policía había seguido determinadas pistas, y la tarde anterior a la
muerte de Selfe uno de los oficiales del Departamento de Investigación
Criminal le había escrito que todo indicaba que el culpable era su
criado personal, quien desde luego conocía la intriga.
Era un hombre joven llamado Alfred Wadham: hacía relativamente poco que
había entrado al servicio de Selfe, y su historia pasada era de lo más
indeseable. Le habían preparado una trampa, de la que se incluían los
detalles, y sugerían que Selfe se la mostrará, y consiguió hacerlo en
una o dos horas. Esa información y esas instrucciones se transmitieron
en una carta que tras la muerte de Selfe se encontró en un cajón de su
mesa de escritorio, cuya cerradura había intentado ser forzada. Sólo
Wadham y su amo dormían en el piso; todas las mañanas venía una mujer
para preparar el desayuno y hacer la limpieza de la casa, pues Selfe
almorzaba y cenaba en su Club o en el restaurante que había en la planta
baja de ese edificio de apartamentos, y allí es donde cenó aquella
noche. Cuando la mujer llegó a la mañana siguiente, encontró abierta la
puerta exterior del piso, y a Selfe muerto sobre el suelo de la sala de
estar, con la garganta cortada. Wadham había desaparecido, pero en el
cubo del agua de su dormitorio había agua teñida de sangre humana. Fue
apresado dos días después y prestó testimonio en el juicio. Según su
historia sospechaba haber caído en una trampa, y mientras el señor Selfe
cenaba buscó en sus cajones y encontró la carta enviada por la policía,
que demostraba que así era. Decidió por ello fugarse y abandonó el piso
aquella noche antes de que su amo regresara de cenar.
Como estaba en el banquillo de los acusados, fue sometido desde luego a
un interrogatorio y se contradijo. Además estaban las pruebas de su
habitación, y el motivo del crimen resultaba bastante claro. Tras una
deliberación muy larga el jurado le encontró culpable y fue sentenciado a
muerte. La apelación posterior fue rechazada.
Wadham era católico, y como mi puesto me lleva a ser ministro de los
prisioneros católicos que hay en la cárcel en la que se encontraba él
bajo sentencia de muerte, sostuvimos varias conversaciones y le rogué,
por el bien de su alma inmortal, que confesara. Pero aunque deseaba
confesar otras malas acciones, algunas de las cuales eran difíciles de
transmitir, mantuvo su inocencia con respecto a esa acusación. Nada le
conmovía, y aunque se arrepentía sinceramente de otros malos actos, me
juró que el relato que contó en el tribunal era cierto, a pesar de las
contradicciones en las que se había visto envuelto, y que si le
ahorcaban moriría injustamente. Hasta la última tarde de su vida, en la
que me senté con él durante dos horas, rogándole y suplicándole, se
aferró a eso. Resultaba curioso que lo hiciera a menos de que realmente
fuera inocente, si pensamos que de buena voluntad rebuscaba en su
corazón para confesar otras graves perversidades; cuanto más pensaba en
ello, más inexplicable me resultaba, y durante aquella tarde las dudas
con respecto a su culpa empezaron a crecer en mí. Era un pensamiento
terrible, pues él había vivido en el pecado y el error, y al día
siguiente su vida se rompería como un bastón quebrado. Tenía que acudir
de nuevo a la prisión antes de las seis de la mañana, y debía decidir si
le daría los sacramentos. Si acudía a su muerte culpable de asesinato,
pero negándose a confesar, no tenía yo derecho a dárselo, pero si era
inocente, el negarle ese derecho era tan terrible como cualquier
violación de la justicia. Al salir sostuve unas palabras con uno de los
celadores, lo que me hizo dudar todavía más.
-¿Qué opina de Wadham? -pregunté.
Se apartó para dejar pasar a un hombre que le hizo una señal de reconocimiento. De alguna manera supe que era el verdugo.
-No me gusta pensar en ello, señor. -me respondió- Sé que fue
considerado culpable, y que su apelación fue rechazada. Pero si me
pregunta si creo que es un asesino, pues no, no lo creo.
Pasé a solas la noche: hacia las diez estaba a punto de irme a la cama
cuando me dijeron que abajo estaba un hombre llamado Horace Kennion que
quería verme. Era católico, y aunque había tenido amistad con él en otro
tiempo, habían llegado a mi conocimiento determinadas cosas que me
imposibilitaban tener más relación con él, y tuve que decírselo así. Era
perverso... oh, no me mal interprete; todos cometemos perversiones
constantemente; la vida de cada uno de nosotros es un tejido de malos
actos, pero de todos los hombres que he conocido sólo él me pareció que
amaba la perversidad por sí misma. Dije que no podía verle, pero
volvieron con el mensaje de que su necesidad era urgente, y entonces
subió. Me dijo que quería confesar no al día siguiente, sino en ese
momento, y que su confesor estaba fuera. Como sacerdote no podía
resistirme a esa petición. Y confesó que había asesinado a Gerald Selfe.
Pensé por un momento que se trataba de alguna broma, pero juró que
estaba diciendo la verdad, y todavía bajo el secreto de confesión me
hizo un relato detallado. Aquella noche había cenado con Selfe, y
después había subido al piso de éste para jugar una partida de piquet.
Con una sonrisa, Selfe le dijo que al día siguiente iba a atrapar a su
criado por chantaje. Le dijo las siguientes palabras: Hoy es un hombre
joven, guapo y activo, quizás mañana a esta hora haya perdido un poco de
color. Tocó la campanilla para que viniera el criado a poner la mesa de
juego, pero luego vio que ya estaba preparada y se olvidó de que no
habían respondido a la llamada. Jugaron puntos altos y los dos bebieron
mucho. Selfe perdió una partida tras otra y acabó acusando a Kennion de
hacer trampas. palabras subieron de tono y acabaron en golpes, y
Kennion, tras varios golpes y caídas, cogió un cuchillo de la mesa y le
cortó a Selfe la yugular y la arteria carótida de la garganta.
A los pocos minutos había muerto desangrado... Kennion recordó entonces
que nadie había contestado a la llamada, y sigilosamente fue hasta la
habitación de Wadham. La encontró vacía; también estaban vacías las
otras habitaciones del piso. De haber habido alguien allí, su idea era
la de decir que acababa de subir por invitación de Selfe y le había
encontrado muerto. Pero aquello era mejor todavía: sólo tenía unas
manchas de sangre y las lavó en la habitación de Wadham, vaciando el
agua en el cubo. Después, dejando abierta la puerta del piso, bajó las
escaleras y se marchó.
Me contó eso con pocas frases, tal como se lo he contado a usted, y me miró con rostro sonriente.
-¿Qué hay que hacer ahora, venerable padre? -preguntó alegremente.
-¡Ah, gracias a Dios que ha confesado! -dije- Todavía estamos a tiempo
de salvar a un inocente. Debe entregarse a la policía enseguida.
Incluso mientras le decía eso, sentí la duda en mi corazón. El se levantó limpiándose las rodillas de los pantalones.
-Qué idea tan pintoresca. No hay nada tan lejos de mi pensamiento. -dijo.
Me puse en pie de un salto y añadí:
-Entonces iré yo mismo.
Ante eso él se echó a reír:
-Oh no, no lo hará. ¿Qué me dice del secreto de confesión? Ciertamente
creo que es un pecado mortal incluso que un sacerdote piense en violar
ese secreto. Realmente me avergüenzo de usted, mi querido Denys. ¡Es
usted un malvado! Aunque quizás fuera sólo una broma, y no pensara
hacerlo.
-Claro que pensaba hacerlo. Ya verá si lo pensaba o no. -Pero incluso
mientras estaba hablando sabía que no iba a hacerlo- Todo está permitido
para salvar de la muerte a un hombre inocente.
Él se echó a reír de nuevo.
-Perdóneme: sabe perfectamente bien que no es así. En nuestra creencia
hay una cosa que es peor que la muerte, y es la condenación del alma.
Usted no tiene ninguna intención de condenar la suya. Yo no corría
ningún riesgo cuando me confesé.
-Pero si no salva a ese hombre será un asesinato -dije.
-Oh, ciertamente, pero ya tengo un asesinato en mi conciencia. Uno se
acostumbra a eso rápidamente. Y habiéndome acostumbrado, otro asesinato
no parece importar mucho. Pobre Wadham: mañana, ¿no es así? No estoy
seguro de que no sea una especie de justicia por aproximación. El
chantaje es un delito repelente.
Fui al teléfono y lo sostuve en la mano.
-Realmente esto es de lo más interesante. -dijo él- Walton Street es la
comisaría de policía más cercana. Ni siquiera necesita decir el número;
simplemente diga comisaría de Walton Street. Pero no puede hacerlo. No
puede decir que ahora está acompañado de un hombre, Horace Kennion, que
ha confesado que asesinó a Selfe. Entonces, ¿a qué viene ese farol?
Además, aunque usted pudiera hacerlo, a mí me bastaría con decir que no
he hecho nada semejante. Su palabra, la palabra de un sacerdote que ha
roto el voto más sagrado, contra la mía. ¡Absurdo!
-Kennion, por el amor de Dios y por el miedo al infierno: ¡entregúese!
¿Qué importancia tiene que usted o yo vivamos algunos años menos, si al
final pasamos al vasto infinito con nuestros pecados confesos y
perdonados? Día y noche rezaré por usted.
-Qué amable por su parte. Pero ahora no tengo duda de que dará a Wadham
la plena absolución. Así que... ¿qué importa si es él el que entra en
el... en el vasto infinito a las ocho en punto de mañana por la mañana?
-Entonces, ¿por qué me lo confesó, si no tenía intención de salvarle y expiar su pecado?
-Bueno, no hace mucho tiempo usted fue muy desagradable conmigo. Usted
me dijo que ningún hombre decente podría asociarse conmigo. Así que de
repente, hoy, se me ocurrió que sería agradable verle en el agujero más
horrible. Me atrevo a decir que tengo tendencias sádicas, y que me están
permitiendo disfrutar maravillosamente. Como ve, está en una situación
atormentadora: preferiría sufrir cualquier agonía física antes de
hallarse en esta cámara de tortura del alma. Es maravilloso, me encanta.
Se lo agradezco mucho, Denys.
Se levantó.
-Mi taxi está esperando. Sin duda esta noche estará atareado. ¿Puedo dejarle en algún sitio? ¿En Pentonville?
No hay palabras para describir determinadas oscuridades y éxtasis que
llegan al alma, y sólo puedo decirle que no puedo imaginar un infierno
del remordimiento que pueda igualar al infierno en el que yo me
encontraba. Pues en la amargura del remordimiento podemos ver que
nuestro sufrimiento es una experiencia necesaria y saludable: sólo
mediante él puede limpiarse nuestro pecado. Pero yo me enfrentaba a una
tortura vacía y carente de significado... y entonces mi cerebro se
conmocionó y empecé a preguntarme si no podría hacer algo sin romper el
secreto de confesión.
Desde mi ventana vi que estaba encendida la luz en la torre del reloj de
Westminster: por tanto había allí alguien y me pareció posible que, sin
violar el secreto, podría decirle al Secretario de Interior que me
habían hecho una confesión por la cual sabía que Wadham era inocente. Me
preguntaría detalles que pudiera darle, y podría decirle... y entonces
me di cuenta de que no podía decirle nada: no podía decir que el asesino
había subido con Selfe a su habitación, pues mediante esa información
podría descubrirse que Kennion había cenado con él. Antes de hacer nada
necesitaba consejo y fui a la casa del cardenal, junto a nuestra
catedral. Él se había acostado, pues pasaba ya de la media noche, pero
respondiendo a la urgencia de mi petición, bajó a verme. Le conté lo que
había sucedido sin darle pista alguna, y su veredicto fue el que en mi
corazón había anticipado. Ciertamente podía ver al Secretario de
Interior y decirle que me habían hecho esa confesión, pero no podía
dejar escapar ninguna palabra o indicación que pudiera conducir a la
identificación del confeso.
Personalmente no veía que con la información que yo podía dar fuera posible posponer la ejecución.
-Y sea cual sea su sufrimiento, hijo mío -me dijo- esté seguro de que
sufre no por haber hecho el mal, sino por haber hecho lo correcto. En la
posición en la que se encuentra, su tentación de salvar a un hombre
inocente procede del diablo, y también tendrá ese origen toda fuerza a
la que invoque para que le ayude a soportarlo.
Vi al Secretario de Interior en sus habitaciones una hora después. Pero a
menos que le dijera algo más, y él comprendía que yo no podía hacerlo,
no podría hacer nada.
-En el juicio le declararon culpable -me dijo-. Y su apelación fue rechazada. Sin nuevas pruebas, nada puedo hacer.
Se quedó sentado un momento, pensativo, y después se puso en pie de un salto.
-Buen Dios, es fantasmal. Creo verdaderamente, no es necesario que se lo
diga, que ha oído usted esa confesión, pero eso no demuestra que sea
cierto. ¿No puede ver de nuevo a ese hombre? ¿No puede meter en él el
miedo a Dios? Si hasta el momento de caer el telón puede usted hacer
algo que me dé una justificación para actuar, ordenaré inmediatamente
una suspensión de la pena. Éste es mi número de teléfono: llámeme aquí o
a mi casa a cualquier hora.
Estaba de vuelta en la prisión antes de las seis de la mañana. Le dije a
Wadham que creía en su inocencia y le di la absolución por todo lo
demás. Recibió de mis manos el sagrado sacramento y se dirigió a su
muerte sin pestañear.
El padre Denys se detuvo.
-He tardado mucho en llegar al punto de mi relato que concierne a la
sesión de espiritismo de la que me habló, pero era necesario que
conociera todo esto para poder entender lo que voy a contarle ahora.
Afirmé que los mensajes de los muertos no proceden de ellos, sino de
algún poder maligno y horrible que los encarna. Usted me respondió, me
acuerdo bien, que no entendía la razón de que hubiera que meter al
diablo en esto. Le explicaré el motivo.
Cuando todo terminó, cuando la compuerta sobre la que estaba en pie
aquel hombre se abrió, y la cuerda crujió, regresé a casa. Era una
mañana invernal oscura, apenas iluminada todavía, y a pesar de la escena
trágica que acababa de presenciar me sentía sereno y en paz. No pensaba
en Kennion en absoluto, sólo en el muchacho que había sufrido
injustamente, y aquello me pareció un error lamentable, pero no más.
Aquello no le había conmovido, a su alma viva y esencial, era como si
hubiera sufrido la expiación sagrada del martirio. Y yo agradecía
humildemente haber sido capaz de actuar correctamente, pues si por algún
acto mío Kennion estuviera entonces en manos de la policía, y Wadham
viviera, yo habría cometido el crimen más terrible que puede cometer un
sacerdote.
Había estado en pie toda la noche, y tras decir mis oficios me acosté en
el sofá para dormir un poco. Soñé que me encontraba en la celda con
Wadham, y que él sabía que tenía yo prueba de su inocencia. Faltaban
unos minutos para la hora de su muerte, y en el corredor de losetas de
piedra del exterior se oían los pasos de los que venían a por él. Él
también los oyó y se puso en pie señalándome.
-Va a permitir que muera un hombre inocente, cuando podría salvarle -me
dijo-. No puede consentirlo, padre Denys. ¡Padre Denys! -gritó, y el
grito se convirtió en una boqueada, falto de respiración, mientras la
puerta se abría.
Desperté sabiendo que lo que me había despertado era mi propio nombre
gritado desde algún lugar cercano, y supe de quién era esa voz. Pero
estaba solo en mi habitación tranquila y vacía, en la que penetraba el
día poco luminoso. Vi que sólo había dormido unos minutos, pero ahora
había huido todo deseo o capacidad de dormir, pues en algún lugar junto a
mí, invisible pero horriblemente presente, estaba el espíritu del
hombre a quien había permitido perecer. Y me llamaba.
Acabé por convencerme de que la voz que me llamó mientras dormía no era
más que un sueño, y pasaron varios días con suficiente tranquilidad.
Pero un día en el que caminaba por una calle soleada y repleta de gente
sentí un cambio claro y terrible en lo que podría denominar la atmósfera
psíquica que nos rodea a todos, y mi alma se ennegreció por el miedo y
por imágenes malvadas. Y allí estaba Wadham, que venía hacia mí por la
acera, elegante y alegre. Me miró y su rostro se convirtió en una
máscara de odio. Espero que nos encontremos a menudo, padre Denys, me
dijo al pasar.
Al día siguiente regresaba a casa a la hora del crepúsculo y de pronto,
al entrar en la habitación, oí el crujido de una cuerda que se tensaba, y
su cuerpo, con la cabeza cubierta por la capucha de la muerte, colgaba
en la ventana contra el sol poniente. Y a veces, cuando estaba leyendo
mis libros, la puerta se abría y cerraba, y yo sabía que él estaba allí.
Ni la aparición ni sus signos eran frecuentes quizás porque mi
resistencia se había fortalecido al saber que tenía un origen diabólico.
Pero sucedía con largos intervalos cuando había bajado la guardia,
pensando que lo había vencido, y entonces sentía a veces que mi fe se
tambaleaba. Siempre era precedida por esa sensación de poder maligno que
bajaba sobre mí, y rápidamente buscaba el abrigo de la elevada casa de
defensa. Pero este último domingo...
Se detuvo y se tapó los ojos con las manos, como si quisiera evitar un espectáculo horrible.
-Llevaba predicando en favor de una de nuestras misiones. La iglesia
estaba llena, y no creo que existiera otro pensamiento o deseo en mi
alma si no el de potenciar la sagrada causa acerca de la cual estaba
hablando. Era el servicio de la mañana y el sol penetraba por las
vidrieras brillando con luces de colores. Pero en medio del sermón se
elevó un banco de nubes, y con él la advertencia horrible de que se
aproximaba una tempestad del mal. Se puso tan oscuro que cuando llegaba
al final del sermón tuvieron que encender las luces de la iglesia, que
así se llenó de brillo. Había una lámpara en la mesa del pulpito sobre
la que había colocado mis notas, y al encenderse iluminó plenamente el
banco que tenía justo debajo. Y allí estaba Wadham sentado, con la
cabeza alzada hacia mí, el rostro morado, los ojos saltones y el nudo
corredizo alrededor del cuello.
Mi voz me falló un segundo y me aferré a la barandilla del pulpito
mientras él me miraba fijamente, y yo a él. Me rodeó un horror del
espíritu, negro como la noche eterna de los perdidos, pues le había
permitido que, inocente, fuera hacia su muerte, y mi castigo era
justo... y entonces, como una estrella que brillara a través de una
piadosa hendidura en aquella tormenta anímica, brotó otra vez el rayo de
la convicción de que yo, como sacerdote, no podía haber actuado de otra
manera, y se acompañó del conocimiento seguro de que esa aparición no
podía venir de Dios, sino del diablo, y había de resistirme a ella y
desafiarla lo mismo que desafiamos con desprecio las tentaciones dulces e
insidiosas. No podía ser el espíritu del hombre lo que estaba mirando,
sino alguna falsificación diabólica.
Volví a posar mi mirada en las notas y seguí con el sermón, pues sólo
eso me interesaba. Aquella pausa me había parecido eterna: tenía la
cualidad de lo intemporal, pero después me enteré de que apenas había
resultado perceptible. Y en mi propio corazón supe que no era un castigo
lo que estaba sufriendo, sino el fortalecimiento de una fe que había
vacilado.
Interrumpió de pronto su historia. Fijó los ojos en la puerta y no fue
una mirada de miedo lo que brotó en ellos, sino de salvaje e implacable
antagonismo.
-Se acerca -me dijo-. Y si ahora escucha o ve algo, desprécielo, pues es maligno.
La puerta se abrió y se cerró, y aunque no entró nada que fuera visible,
supe que había ahora en la habitación una inteligencia viva distinta de
mí y del padre Denys; y afectó a mi propio ser de la misma manera que
un olor horrible a putrefacción nos afecta físicamente: mi alma sintió
náuseas. Después, todavía sin ver nada, percibí que la habitación, hasta
entonces cálida y confortable, con un fuego vivo de carbón en la
rejilla, se estaba quedando fría, y que algún eclipse extraño estaba
velando la luz. Cerca de mí, sobre la mesa, había una lámpara eléctrica:
la sombra de ésta se agitó en la corriente helada que se movió en el
aire, y el alambre luminoso dejó de ser incandescente, tornándose rojizo
y oscuro como las ascuas sobre la rejilla. Escruté la semioscuridad,
pero ninguna forma material se manifestó en ella.
El padre Denys estaba sentado muy erguido en su silla, con los ojos
fijos y concentrados en algo que para mi era invisible. Sus labios se
movían y murmuraban y con las manos aferraba el crucifijo que colgaba
sobre su pecho. Entonces vi lo que sabía que él estaba viendo también:
un rostro que se perfilaba en el aire delante de él, un rostro hinchado y
morado, con la lengua colgando desde la boca, ahorcado allí y
agitándose a un lado y a otro.
Fue haciéndose más y más claro, suspendido por la cuerda que ahora se me
hizo visible, y aunque era la aparición de un hombre colgado por el
cuello, éste no estaba muerto, sino vivo y activo, y el espíritu que lo
animaba no era humano, sino algo diabólico.
De pronto el padre Denys se puso en pie y acercó el rostro a cuatro o cinco centímetros del horror suspendido.
Alzó las manos llevando en ellas el sagrado emblema.
-Regresa a tu tormento hasta que los tiempos de éste hayan terminado y la piedad de Dios te conceda la muerte eterna -gritó.
Brotó en el aire una lamentación, mientras una corriente sacudía la
habitación estremeciendo sus esquinas, y entonces regresaron la luz y el
calor y allí no estábamos más que nosotros dos. El rostro del padre
Denys estaba ojeroso y sudoroso por la lucha que había experimentado,
pero brillaba en él una radiación como no había visto nunca en un
semblante humano.
-Ha terminado -dijo-. Le he visto marchitarse y secarse ante el poder de
Su presencia... y sus ojos me dicen que también usted lo vio, y que
sabe ahora que lo que se presentaba con el semblante de la humanidad era
puramente maligno. Apenas sí hablamos un poco más, y se levantó para
irse.
-Ah, me olvidaba -dijo-. Querrá saber por qué he podido revelarle lo que
se me contó en confesión. Horace Kennion se suicidó aquella misma
mañana. Había dejado a su abogado un paquete que había que abrir a su
muerte, con instrucciones de que se publicara en la prensa diaria. Lo
leí en un periódico de la tarde y era un relato detallado de cómo había
matado a Gerald Selfe. Deseaba que se le diera toda la publicidad
posible.
-Pero ¿por qué? -pregunté.
-Imagino que se glorificaba en su perversidad -contestó el padre Denys
tras una pausa-. La amaba por sí misma, tal como le había dicho, y
quería que todo el mundo la conociera en cuanto él se hubiera ido y
estuviera a salvo.
E.F. Benson (1867-1940)