viernes, 25 de noviembre de 2011

Edgar Allan Poe (Coleccion Libros)



Fue un escritor, poeta, crítico y periodista romántico estadounidense, generalmente reconocido como uno de los maestros universales del relato corto, del cual fue uno de los primeros practicantes en su país. Fue renovador de la novela gótica, recordado especialmente por sus cuentos de terror.

Aqui les dejo algunos de sus escritos los cuales pertenecen a mi coleccion todos estan en formato pdf.


Annabel Lee

Coloquio entre monos y una

Cuatro bestias en una

El barril de amontillado (1846)

El corazón delator (1843)

El cuervo

El demonio de la perversidad

El diablo en el campanario

El entierro prematuro

El escarabajo de oro

 El gato negro

El hundimiento de la Casa Usher (1839)
El poder de las palabras

El pozo y el péndulo (1842)

El retrato ovalado

La durmiente

La máscara de la muerte roja

La verdad sobre el caso del señor Valdema

Las campanas

Leonora

Ligeia

Los crímenes de la Rue Morge

Los hechos en el caso de M. Valdemar

Manuscrito hallado en una botella

Morella

Poemas

Revelación mesmérica

Silencio

Un descenso al Maelstrom

Un Sueño en un sueño

Una historia de las montañas Ragged

William Wilson

La carta robada
El Gato Negro.
Edgar Allan Poe

Ni espero ni quiero que se dé crédito a la historia más extraordinaria, y, sin embargo, más familiar, que voy a referir.

Tratándose de un caso en el que mis sentidos se niegan a aceptar su propio testimonio, yo habría de estar realmente loco si así lo creyera. No obstante, no estoy loco, y, con toda seguridad, no sueño. Pero mañana puedo morir y quisiera aliviar hoy mi espíritu. Mi inmediato deseo es mostrar al mundo, clara, concretamente y sin comentarios, una serie de simples acontecimientos domésticos que, por sus consecuencias, me han aterrorizado, torturado y anonadado. A pesar de todo, no trataré de esclarecerlos.

En lo personal, casi no me han producido otro sentimiento que el de horror; pero a muchas personas les parecerán menos terribles que vulgares. Tal vez más tarde haya una inteligencia que reduzca mi fantasma al estado de lugar común. Alguna inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, encontrará tan sólo en las circunstancias que relato con terror una serie normal de causas y de efectos naturalísimos.

La docilidad y humanidad de mi carácter sorprendieron desde mi infancia. Tan notable era la ternura de mi corazón, que había hecho de mí el juguete de mis amigos. Sentía una auténtica pasión por los animales, y mis padres me permitieron poseer una gran variedad de favoritos.

Casi todo el tiempo lo pasaba con ellos, y nunca me consideraba tan feliz como cuando les daba de comer o los acariciaba. Con los años aumentó esta particularidad de mi carácter, y cuando fui un hombre hice de ella una de mis principales fuentes de gozo. Aquellos que han profesado afecto a un perro fiel y sagaz no requieren la explicación de la naturaleza o intensidad de los gozos que eso puede producir. En el amor desinteresado de un animal, en el sacrificio de sí mismo, hay algo que llega directamente al corazón del que con frecuencia ha tenido ocasión de comprobar la amistad mezquina y la frágil fidelidad del Hombre natural.

Me casé joven. Tuve la suerte de descubrir en mi mujer una disposición semejante a la mía. Habiéndose dado cuenta de mi gusto por estos favoritos domésticos, no perdió ocasión alguna de proporcionármelos de la especie más agradable. Tuvimos pájaros, un pez de color de oro, un magnífico perro, conejos, un mono pequeño y un gato.

Era este último animal muy fuerte y bello, completamente negro y de una sagacidad maravillosa. Mi mujer, que era, en el fondo, algo supersticiosa, hablando de su inteligencia, aludía frecuentemente a la antigua creencia popular que consideraba a todos los gatos negros como brujas disimuladas.

No quiere esto decir que hablara siempre en serio sobre este particular, y lo consigno sencillamente porque lo recuerdo.

Plutón—llamábase así el gato—era mi predilecto amigo. Sólo yo le daba de comer, y adondequiera que fuese me seguía por la casa. Incluso me costaba trabajo impedirle que me siguiera por la calle.

Nuestra amistad subsistió así algunos años, durante los cuales mi carácter y mi temperamento—me sonroja confesarlo—, por causa del demonio de la intemperancia, sufrió una alteración radicalmente funesta.

Día en día me hice más taciturno, más irritable, más indiferente a los sentimientos ajenos. Empleé con mi mujer un lenguaje brutal, y con el tiempo la afligí incluso con violencias personales. Naturalmente, mi pobre favorito debió de notar el cambio de mi carácter. No solamente no les hacía caso alguno, sino que los maltrataba.

Sin embargo, por lo que se refiere a Plutón, aún despertaba en mí la consideración suficiente para no pegarle. En cambio, no sentía ningún escrúpulo en maltratar a los conejos, al mono e incluso al perro, cuando, por casualidad o afecto, se cruzaban en mi camino. Pero iba secuestrándome mi mal, porque, ¿qué mal admite una comparación con el alcohol? Andando el tiempo, el mismo Plutón, que envejecía y, naturalmente se hacía un poco huraño, comenzó a conocer los efectos de mi perverso carácter.

Una noche, en ocasión de regresar a casa completamente ebrio, de vuelta de uno de mis frecuentes escondrijos del barrio, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo cogí, pero él, horrorizado por mi violenta actitud, me hizo en la mano, con los dientes, una leve herida. De mí se apoderó repentinamente un furor demoníaco. En aquel instante dejé de conocerme. Pareció como si, de pronto, mi alma original hubiese abandonado mi cuerpo, y una ruindad superdemoníaca, saturada de ginebra, se filtró en cada una de las fibras de mi ser. Del bolsillo de mi chaleco saqué un cortaplumas, lo abrí, cogí al pobre animal por la garganta y, deliberadamente, le vacié un ojo... Me cubre el rubor, me abrasa, me estremezco al escribir esta abominable atrocidad.

Cuando, al amanecer, hube recuperado la razón, cuando se hubieron disipado los vapores de mi crápula nocturna, experimenté un sentimiento mitad horror, mitad remordimiento, por el crimen que había cometido. Pero, todo lo más, era un débil y equívoco sentimiento, y el alma no sufrió sus acometidas. Volví a sumirme en los excesos, y no tardé en ahogar en el vino todo recuerdo de mi acción.

Curó entre tanto el gato lentamente. La órbita del ojo perdido presentaba, es cierto, un aspecto espantoso. Pero después, con el tiempo, no pareció que se daba cuenta de ello. Según su costumbre, iba y venía por la casa; pero, como debí suponerlo, en cuanto veía que me aproximaba a él, huía aterrorizado. Me quedaba aún lo bastante de mi antiguo corazón para que me afligiera aquella manifiesta antipatía en una criatura que tanto me había amado anteriormente. Pero este sentimiento no tardó en ser desalojado por la irritación. Como para mi caída final e irrevocable, brotó entonces el espíritu de perversidad, espíritu del que la filosofía no se cuida ni poco ni mucho.

No obstante, tan seguro como que existe mi alma, creo que la perversidad es uno de los primitivos impulsos del corazón humano, una de esas indivisibles primeras facultades o sentimientos que dirigen el carácter del hombre... ¿Quién no se ha sorprendido numerosas veces cometiendo una acción necia o vil, por la única razón de que sabía que no debía cometerla? ¿No tenemos una constante inclinación, pese a lo excelente de nuestro juicio, a violar lo que es la ley, simplemente porque comprendemos que es la Ley?

Digo que este espíritu de perversidad hubo de producir mi ruina completa. El vivo e insondable deseo del alma de atormentarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer el mal por amor al mal, me impulsaba a continuar y últimamente a llevar a efecto el suplicio que había infligido al inofensivo animal. Una mañana, a sangre fría, ceñí un nudo corredizo en torno a su cuello y lo ahorqué de la rama de un árbol. Lo ahorqué con mis ojos llenos de lágrimas, con el corazón desbordante del más amargo remordimiento. Lo ahorqué porque sabía que él me había amado, y porque reconocía que no me había dado motivo alguno para encolerizarme con él. Lo ahorqué porque sabía que al hacerlo cometía un pecado, un pecado mortal que comprometía a mi alma inmortal, hasta el punto de colocarla, si esto fuera posible, lejos incluso de la misericordia infinita del muy terrible y misericordioso Dios.

En la noche siguiente al día en que fue cometida una acción tan cruel, me despertó del sueño el grito de: "¡Fuego!" Ardían las cortinas de mi lecho. La casa era una gran hoguera. No sin grandes dificultades, mi mujer, un criado y yo logramos escapar del incendio. La destrucción fue total. Quedé arruinado, y me entregué desde entonces a la desesperación.

No intento establecer relación alguna entre causa y efecto con respecto a la atrocidad y el desastre. Estoy por encima de tal debilidad. Pero me limito a dar cuenta de una cadena de hechos y no quiero omitir el menor eslabón.

Visité las ruinas el día siguiente al del incendio. Excepto una, todas las paredes se habían derrumbado. Esta sola excepción la constituía un delgado tabique interior, situado casi en la mitad de la casa, contra el que se apoyaba la cabecera de mi lecho. Allí la fábrica había resistido en gran parte a la acción del fuego, hecho que atribuí a haber sido renovada recientemente. En torno a aquella pared se congregaba la multitud, y numerosas personas examinaban una parte del muro con atención viva y minuciosa. Excitaron mi curiosidad las palabras: "extraño", "singular", y otras expresiones parecidas. Me acerqué y vi, a modo de un bajorrelieve esculpido sobre la blanca superficie, la figura de un gigantesco gato. La imagen estaba copiada con una exactitud realmente maravillosa. Rodeaba el cuello del animal una cuerda.

Apenas hube visto esta aparición—porque yo no podía considerar aquello más que como una aparición—, mi asombro y mi terror fueron extraordinarios. Por fin vino en mi amparo la reflexión. Recordaba que el gato había sido ahorcado en un jardín contiguo a la casa. A los gritos de alarma, el jardín fue invadido inmediatamente por la muchedumbre, y el animal debió de ser descolgado por alguien del árbol y arrojado a mi cuarto por una ventana abierta. Indudablemente se hizo esto con el fin de despertarme. El derrumbamiento de las restantes paredes había comprimido a la víctima de mi crueldad en el yeso recientemente extendido. La cal del muro, en combinación con las llamas y el amoníaco del cadáver, produjo la imagen tal como yo la veía.

Aunque prontamente satisfice así a mi razón, ya que no por completo mi conciencia, no dejó, sin embargo, de grabar en mi imaginación una huella profunda el sorprendente caso que acabo de dar cuenta. Durante algunos meses no pude liberarme del fantasma del gato, y en todo este tiempo nació en mi alma una especie de sentimiento que se parecía, aunque no lo era, al remordimiento. Llegué incluso a lamentar la pérdida del animal y a buscar en torno mío, en los miserables tugurios que a la sazón frecuentaba, otro favorito de la misma especie y de facciones parecidas que pudiera sustituirle.

Hallábame sentado una noche, medio aturdido, en un bodegón infame, cuando atrajo repentinamente mi atención un objeto negro que yacía en lo alto de uno de los inmensos barriles de ginebra o ron que componían el mobiliario más importante de la sala. Hacía ya algunos momentos que miraba a lo alto del tonel, y me sorprendió no haber advertido el objeto colocado encima. Me acerqué a él y lo toqué. Era un gato negro, enorme, tan corpulento como Plutón, al que se parecía en todo menos en un pormenor: Plutón no tenía un solo pelo blanco en todo el cuerpo, pero éste tenía una señal ancha y blanca aunque de forma indefinida, que le cubría casi toda la región del pecho.

Apenas puse en él mi mano, se levantó repentinamente, ronroneando con fuerza, se restregó contra mi mano y pareció contento de mi atención. Era pues, el animal que yo buscaba. Me apresuré a proponer al dueño su adquisición, pero éste no tuvo interés alguno por el animal. Ni le conocía ni le había visto hasta entonces.

Continué acariciándole, y cuando me disponía a regresar a mi casa, el animal se mostró dispuesto a seguirme. Se lo permití, e inclinándome de cuando en cuando, caminamos hacia mi casa acariciándole. Cuando llego a ella se encontró como si fuera la suya, y se convirtió rápidamente en el mejor amigo de mi mujer.

Por mi parte, no tardó en formarse en mí una antipatía hacia él. Era, pues, precisamente, lo contrario de lo que yo había esperado. No sé cómo ni por qué sucedió esto, pero su evidente ternura me enojaba y casi me fatigaba. Paulatinamente, estos sentimientos de disgusto y fastidio acrecentaron hasta convertirse en la amargura del odio. Yo evitaba su presencia. Una especie de vergüenza, y el recuerdo de mi primera crueldad, me impidieron que lo maltratara. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de tratarle con violencia; pero gradual, insensiblemente, llegué a sentir por él un horror indecible, y a eludir en silencio, como si huyera de la peste, su odiosa presencia.

Sin duda, lo que aumentó mi odio por el animal fue el descubrimiento que hice a la mañana del siguiente día de haberlo llevado a casa. Como Plutón, también él había sido privado de uno de sus ojos. Sin embargo, esta circunstancia contribuyó a hacerle más grato a mi mujer, que, como he dicho ya, poseía grandemente la ternura de sentimientos que fue en otro tiempo mi rasgo característico y el frecuente manantial de mis placeres más sencillos y puros.

Sin embargo, el cariño que el gato me demostraba parecía crecer en razón directa de mi odio hacia él. Con una tenacidad imposible de hacer comprender al lector, seguía constantemente mis pasos. En cuanto me sentaba, acurrucábase bajo mi silla, o saltaba sobre mis rodillas, cubriéndome con sus caricias espantosas. Si me levantaba para andar, metíase entre mis piernas y casi me derribaba, o bien, clavando sus largas y agudas garras en mi ropa, trepaba por ellas hasta mi pecho. En esos instantes, aun cuando hubiera querido matarle de un golpe, me lo impedía en parte el recuerdo de mi primer crimen; pero, sobre todo, me apresuro a confesarlo, el verdadero terror del animal.

Este terror no era positivamente el de un mal físico, y, no obstante, me sería muy difícil definirlo de otro modo. Casi me avergüenza confesarlo. Aun en esta celda de malhechor, casi me avergüenza confesar que el horror y el pánico que me inspiraba el animal habíanse acrecentado a causa de una de las fantasías más perfectas que es posible imaginar.

Mi mujer, no pocas veces, había llamado mi atención con respecto al carácter de la mancha blanca de que he hablado y que constituía la única diferencia perceptible entre el animal extraño y aquel que había matado yo. Recordará, sin duda, el lector que esta señal, aunque grande, tuvo primitivamente una forma indefinida. Pero lenta, gradualmente, por fases imperceptibles y que mi razón se esforzó durante largo tiempo en considerar como imaginaria, había concluido adquiriendo una nitidez rigurosa de contornos.

En ese momento era la imagen de un objeto que me hace temblar nombrarlo. Era, sobre todo, lo que me hacía mirarle como a un monstruo de horror y repugnancia, y lo que, si me hubiera atrevido, me hubiese impulsado a librarme de él. Era ahora, digo, la imagen de una cosa abominable y siniestra: la imagen ¡de la horca! ¡Oh lúgubre y terrible máquina, máquina de espanto y crimen, de muerte y agonía!

Yo era entonces, en verdad, un miserable, más allá de la miseria posible de la Humanidad. Una bestia bruta, cuyo hermano fue aniquilado por mí con desprecio, una bestia bruta engendraba en mí en mí, hombre formado a imagen del Altísimo, tan grande e intolerable infortunio. ¡Ay! Ni de día ni de noche conocía yo la paz del descanso. Ni un solo instante, durante el día, dejábame el animal. Y de noche, a cada momento, cuando salía de mis sueños lleno de indefinible angustia, era tan sólo para sentir el aliento tibio de la cosa sobre mi rostro y su enorme peso, encarnación de una pesadilla que yo no podía separar de mí y que parecía eternamente posada en mi corazón.

Bajo tales tormentos sucumbió lo poco que había de bueno en mí. Infames pensamientos convirtiéronse en mis íntimos; los más sombríos, los más infames de todos los pensamientos. La tristeza de mi humor de costumbre se acrecentó hasta hacerme aborrecer a todas las cosas y a la Humanidad entera. Mi mujer, sin embargo, no se quejaba nunca ¡Ay! Era mi paño de lágrimas de siempre. La mas paciente víctima de las repentinas, frecuentes e indomables expansiones de una furia a la que ciertamente me abandoné desde entonces.

Para un quehacer doméstico, me acompañó un día al sótano de un viejo edificio en el que nos obligara a vivir nuestra pobreza. Por los agudos peldaños de la escalera me seguía el gato, y, habiéndome hecho tropezar la cabeza, me exasperó hasta la locura. Apoderándome de un hacha y olvidando en mi furor el espanto pueril que había detenido hasta entonces mi mano, dirigí un golpe al animal, que hubiera sido mortal si le hubiera alcanzado como quería. Pero la mano de mi mujer detuvo el golpe. Una rabia más que diabólica me produjo esta intervención. Liberé mi brazo del obstáculo que lo detenía y le hundí a ella el hacha en el cráneo. Mi mujer cayó muerta instantáneamente, sin exhalar siquiera un gemido.

Realizado el horrible asesinato, inmediata y resueltamente procuré esconder el cuerpo. Me di cuenta de que no podía hacerlo desaparecer de la casa, ni de día ni de noche, sin correr el riesgo de que se enteraran los vecinos. Asaltaron mi mente varios proyectos. Pensé por un instante en fragmentar el cadáver y arrojar al suelo los pedazos. Resolví después cavar una fosa en el piso de la cueva. Luego pensé arrojarlo al pozo del jardín. Cambien la idea y decidí embalarlo en un cajón, como una mercancía, en la forma de costumbre, y encargar a un mandadero que se lo llevase de casa. Pero, por último, me detuve ante un proyecto que consideré el mas factible. Me decidí a emparedarlo en el sótano, como se dice que hacían en la Edad Media los monjes con sus víctimas.

La cueva parecía estar construida a propósito para semejante proyecto. Los muros no estaban levantados con el cuidado de costumbre y no hacía mucho tiempo había sido cubierto en toda su extensión por una capa de yeso que no dejó endurecer la humedad.

Por otra parte, había un saliente en uno de los muros, producido por una chimenea artificial o especie de hogar que quedó luego tapado y dispuesto de la misma forma que el resto del sótano. No dudé que me sería fácil quitar los ladrillos de aquel sitio, colocar el cadáver y emparedarlo del mismo modo, de forma que ninguna mirada pudiese descubrir nada sospechoso.

No me engañó mi cálculo. Ayudado por una palanca, separé sin dificultad los ladrillos, y, habiendo luego aplicado cuidadosamente el cuerpo contra la pared interior, lo sostuve en esta postura hasta poder establecer sin gran esfuerzo toda la fábrica a su estado primitivo. Con todas las precauciones imaginables, me preocupé una argamasa de cal y arena, preparé una capa que no podía distinguirse de la primitiva y cubrí escrupulosamente con ella el nuevo tabique.

Cuando terminé, vi que todo había resultado perfecto. La pared no presentaba la más leve señal de arreglo. Con el mayor cuidado barrí el suelo y recogí los escombros, miré triunfalmente en torno mío y me dije: "Por lo menos, aquí, mi trabajo no ha sido infructuoso".

Mi primera idea, entonces, fue buscar al animal que fue causante de tan tremenda desgracia, porque, al fin, había resuelto matarlo. Si en aquel momento hubiera podido encontrarle, nada hubiese evitado su destino. Pero parecía que el artificioso animal, ante la violencia de mi cólera, habíase alarmado y procuraba no presentarse ante mí, desafiando mi mal humor. Imposible describir o imaginar la intensa, la apacible sensación de alivio que trajo a mi corazón la ausencia de la detestable criatura. En toda la noche se presentó, y ésta fue la primera que gocé desde su entrada en la casa, durmiendo tranquila y profundamente.

Sí; dormí con el peso de aquel asesinato en mi alma.

Transcurrieron el segundo y el tercer día. Mi verdugo no vino, sin embargo. Como un hombre libre, respiré una vez más. En su terror, el monstruo había abandonado para siempre aquellos lugares. Ya no volvería a verle nunca: Mi dicha era infinita. Me inquietaba muy poco la criminalidad de mi tenebrosa acción. Inicióse una especie de sumario que apuró poco las averiguaciones. También se dispuso un reconocimiento, pero, naturalmente, nada podía descubrirse. Yo daba por asegurada mi felicidad futura.

Al cuarto día después de haberse cometido el asesinato, se presentó inopinadamente en mi casa un grupo de agentes de Policía y procedió de nuevo a una rigurosa investigación del local. Sin embargo, confiado en lo impenetrable del escondite, no experimenté ninguna turbación.

Los agentes quisieron que les acompañase en sus pesquisas. Fue explorado hasta el último rincón. Por tercera o cuarta vez bajaron por último a la cueva. No me altere lo más mínimo. Como el de un hombre que reposa en la inocencia, mi corazón latía pacíficamente. Recorrí el sótano de punta a punta, cruce los brazos sobre mi pecho y me paseé indiferente de un lado a otro. Plenamente satisfecha, la Policía se disponía a abandonar la casa. Era demasiado intenso el júbilo de mi corazón para que pudiera reprimirlo. Sentía la viva necesidad de decir una palabra, una palabra tan sólo a modo de triunfo, y hacer doblemente evidente su convicción con respecto a mi inocencia.

—Señores—dije, por último, cuando los agentes subían la escalera—, es para mí una gran satisfacción habrá desvanecido sus sospechas. Deseo a todos ustedes una buena salud y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, señores, tienen ustedes aquí una casa construida—apenas sabía lo que hablaba, en mi furioso deseo de decir algo con aire deliberado—. Puedo asegurar que ésta es una casa excelentemente construida. Estos muros...¿Se van ustedes, señores? Estos muros están construidos con una gran solidez.

Entonces, por una fanfarronada frenética, golpeé con fuerza, con un bastón que tenía en la mano en ese momento, precisamente sobre la pared del tabique tras el cual yacía la esposa de mi corazón.

¡Ah! Que por lo menos Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio. Apenas húbose hundido en el silencio el eco de mis golpes, me respondió una voz desde el fondo de la tumba. Era primero una queja, velada y encontrada como el sollozo de un niño. Después, en seguida, se hinchó en un prolongado, sonoro y continuo, completamente anormal e inhumano, un alarido, un aullido, mitad horror, mitad triunfo, como solamente puede brotar del infierno, horrible armonía que surgiera al unísono de las gargantas de los condenados en sus torturas y de los demonios que gozaban en la condenación.

Sería una locura expresaros mis sentimientos. Me sentí desfallecer y, tambaleándome, caí contra la pared opuesta. Durante un instante detuviéronse en los escalones los agentes. El terror los había dejado atónitos. Un momento después, doce brazos robustos atacaron la pared, que cayó a tierra de un golpe. El cadáver, muy desfigurado ya y cubierto de sangre coagulada, apareció, rígido, a los ojos de los circundantes.

Sobre su cabeza, con las rojas fauces dilatadas y llameando el único ojo, se posaba el odioso animal cuya astucia me llevó al asesinato y cuya reveladora voz me entregaba al verdugo. Yo había emparedado al monstruo en la tumba.
La Máscara de la Muerte Roja.
Edgar Allan Poe.

Hacía tiempo que la Muerte Roja devastaba el país. Nunca hubo peste tan mortífera ni tan horrible. La sangre era su emblema y su sello, el rojo horror de la sangre. Se sentían dolores agudos y un vértigo repentino, y luego los poros exudaban abundante sangre, hasta acabar en la muerte. Las manchas escarlatas en el cuerpo, y sobre todo en el rostro de la víctima, eran el estigma de la peste que le apartaban de toda ayuda y compasión de sus congéneres. En media hora se cumplía todo el proceso: síntomas, evolución y término de la enfermedad.

Pero el príncipe Próspero era intrépido, feliz y sagaz. Con sus dominios ya medio despoblados, llamó un día a su presencia a un millar de amigos sanos y joviales de entre las damas y caballeros de su corte, y con ellos se recluyó en el apartado retiro de una de sus abadías amuralladas. Era un conjunto de edificios amplio y magnífico, concebido por el gusto excéntrico, aunque majestuoso, del propio príncipe. Lo rodeaba una alta y sólida muralla. La muralla tenía portones de hierro. Una vez dentro los cortesanos, se trajeron fraguas y enormes martillos y se soldaron los cerrojos. Decidieron que no hubiese modo alguno de entrar o salir, si alguien de pronto se dajaba llevar por la desesperación o la locura. Había abundancia de provisiones. Con tales precauciones los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo de fuera se ocupase de sí mismo. Había bufones, había trovadores, había bailarinas, había músicos, había Belleza, había vino. Dentro había todo eso, y también seguridad.

Fuera, estaba la Muerte Roja.

Fue hacia el final del quinto o sexto mes de su encierro, y mientras la peste se cebaba con furia en el exterior, cuando el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de rara vistosidad.

Aquel baile fue un espectáculo voluptuoso. Pero permítaseme hablar primero de los salones en que se celebró. Eran siete: todo un ámbito imperial. Hay muchos palacios, sin embargo, en los que salones así ofrecen una perspectiva larga y lineal, con puertas corredizas que se desplanzan casi hasta las mismas paredes de uno y otro lado, de modo que apenas nada interrumpe la vista en todo su longitud. El caso era aquí muy distinto, como cabría esperar de la afición del duque por lo extravagante. La distribución de las salas era tan irregular que apenas se contemplaban más de una al mismo tiempo. Cada veinte o treinta metros se producía un giro brusco, y con cada giro un efecto novedoso. A derecha e izquierda,en medio de la pared, una ventana gótica alta y estrecha se asomaba a un corredor cerrado que enmarcaba las sinuosidades del conjunto, con vidrieras cuyos colores variaban de acuerdo con los tonos dominantes en la decoración del salón al que se abrían. El del extremo oriental, por ejemplo, estaba decorado en azul, y las vidrieras en azul vivo. La ornamentación y los tapices del segundo eran de color púrpura, y pupúreos eran allí los cristales. El tercero era todo él verde, lo mismo que las ventanas. Los muebles y la iluminación del cuarto eran anaranjados; el quinto, blanco; el sexto, violeta. La séptima estancia era un denso sudario de tapices de terciopelo negro que cubrían el techo y las paredes, y caían en pesados plieges sobre una alfombra del mismo tinte y textura. Pero sólo en esta habitación el color de las ventanas difería del decorado. Las vidrieras eran aquí de un tono escarlata, un rojo oscuro de sangre. Ahora bien, en ninguna de las siete cámaras había lámpara o candelabro alguno, entre la abundancia de adornos dorados que había por todas partes o que colgaban de los techos. No había luz ninguna que procediera de una lámpara o vela en todo el conjunto de habitaciones. Pero en el corredor que envolvía los salones había, frente a cada ventana, un pesado trípode con un brasero de fuego que, al proyectar su resplandor a través de las vidrieras, inundaba de luz la estancia. Se producía así una profusión llamativa de formas fantásticas. Pero en la habitación negra, o de poniente, el efecto del fuego a través de los cristales de sangre sobre los tapices negros resultaba de lo más siniestro, y daba un aire tan irreal a los rostros de los que allí entraban que muy pocos se atrevían a dar siquiera un paso en aquella estancia.

También era aquí donde se encontraba, contra el muro oeste, un gigantesco reloj de ébano. El péndulo oscilaba con un sonido grave, monótono y apagado, y cuando el minutero había recorrido toda la esfera y llegaba el momento de marcar la hora, de sus pulmones metálicos surgía un sonido límpido, potente, profundo y muy musical, pero de nota y énfasis tan peculiares que, a cada hora, los músicos se veían obligados a detenerse un momento para escucharlo, lo que obligaba a su vez a quienes bailaban a interrumpir el vals; y se producía un breve desconcierto en la alegría de todos; y, mientras sonaba el carillón, se veía cómo los más frívolos palidecían y los más sosegados por los años se pasaban la mano por la frente como perdidos en ensueños o en meditación. Aunque cuando cesaban los últimos ecos, una risa leve se apoderaba a la vez de toda la concurrencia; los músicos se miraban y sonreían como burlándose de sus propios nervios y desconcierto, y se susurraban mutuas promesas de que las siguientes campanadas no les causarían ya la misma impresión; pero luego, al cabo de sesenta minutos (que son tres mil seiscientos segundos de Tiempo que vuela), de nuevo sonaba el carillón, y volvía a repetirse la misma meditación, y el mismo desconcierto y nerviosismo de antes.

Pero a pesar de todo, era una fiesta alegre y magnífica. Los gustos del duque eran peculiares. Tenía un buen ojo para los colores y los efectos. Desdeñaba las convenciones de la moda. Sus planes eran atrevidos y apasionados, y un viso de barbarie iluminaba sus proyectos. Algunos le habrían tenido por loco. Sus seguidores no lo creían así. Pero era necesario oírle, y verle, y tocarle, para estar seguro.

Con ocasión de esta magna fiesta, había supervisado personalmente casi toda la decoración de los siete salones; y había sido su propio gusto el que había inspirado los disfraces. No os quepa duda de que eran extravagantes. Abundaba la ostentacion y el brillo, lo ilusorio y lo picante..., mucho de lo que después se ha visto en Hernani. Había figuras arabescas, con miembros y atuendos grotescos. Había fantasías delirantes como sólo los locos imaginan. Había mucha belleza, mucha voluptiosidad, mucho de estrafalario, algo de terrible, y no poco de lo que podría haber ofendido. De hecho, por las siete estancias se paseaba majestuosamente una muchedumbre de sueños. Y estos -los sueños- se revolvían por las habitanciones, tiñéndose del color de cada una, y haciendo que la música desenrenada de la orquesta pareciera el eco de sus pasos. Y entonces suena el reloj de ébano en el salón de terciopelo. Y por un momento todo se aquieta, todo se acalla salvo la voz del reloj. Los sueños quedan congelados y estáticos. Pero el eco de las campanadas se apaga -na han durado sino un instante- y una risa leve, a medias reprimida, queda flotando tras él. Y surge de nuevo la música, y viven los sueños, y se revuelven de un lado a otro más alegres que nunca, teñidos por las ventanas multicolores por las que penetra el resplandor de los trípodes. Pero en el salón de poniente, ninguno de los enmascarados se atreve ahora a entrar, porque la noche ya se desvanece y una luz más rojiza se filtra por los cirstales de color sangre; y la negrura de los tapices espanta; y quien aventura sus pasos sobre la negra alfombra escucha un sordo tictac, más solemmne y enfático que el que llega a oídos de quienes se entregan a la alegria en las salas más distantes.

Pero las otras habitaciones estaban abarrotadas, y en ellas latía febrilmente el ansia de la vida. Prosiguió así el torbellino festivo, hasta que al cabo el reloj inició las campanadas de la medianoche. Y cesó entonces la música, como ya he dicho; y los que bailaban interrumpieron el vals; y, como en otras ocasiones, todo quedó desasosegadamente detenido. Pero ahora eran doce las campanadas que tenían que sonar; y ocurrió así, quizá, que al disponer de más tiempo, más grave se tornó la reflexión de quienes en la concurrencia ya estaban pensativos. Y también ocurrió así, quizá, que antes de que el último eco de la ultima campanada hubiera desaparecido en el silencio, muchos ya habían reparado en la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y de boca se extendió el rumor de esta nueva presencia, y al poco se alzó en toda la compañía un susurro, un murmullo de desaprobación y sorpresa, luego, por último, de terror, de horror y de asco. En una congregación fantasmagórica como la que he pintado, bien se puede suponer que ningún atuendo ordinario habría causado tal sensación. De hecho, esa noche la libertad en los disfraces era prácticamente ilimitada; pero la figura en cuestión había rizado el rizo, superando incluso los límites del gusto permisivo del príncipe. Hay fibras aún en el corazón de los más osados que no pueden tocarse sin que se emocionen. Hasta los casos perdidos, para quienes la vida y la muerte son una misma broma, creen que hay ciertos asuntos con los que no se puede bromear. En todos los asistentes, desde luego, se apreciaba ahora la sensación intensa de que el disfraz y el porte del extraño carecían de todo ingenio y decoro. Era una figura alta y lúgubre, amortajada de la cabeza a los pies con el atuendo de la tumba. La máscara que ocultaba representaba tan fielmente el semblante rígido de un cadáver que al observador más atento le resultaría difícil descubrir el engaño. Aun así, todo esto lo habría soportado, si no aprobado, aquella alocada concurrencia. Pero el enmascarado había llegado incluso a asumir el aspecto de la Muerte Roja. La sangre le salpicaba la vestimenta..., y su ancha frente, y todas sus facciones, aparecían moteadas por el horror escarlata.

Cuando la mirada del príncipe Próspero se detuvo en este espectro (que se paseaba lento y solemne, como para dar mayor empaque a su figura), se le notó una convulsión, en un primer momento con un fuerte estremecimiento de horror o repugnancia; pero enseguida, el rostro se le encendió de ira.
¿Quien se ha atrevido...? preguntó con voz ronca a los cortesanos que le acompañaban—: ¿Quién se ha atrevido a insultarnos con esta burla blasfema? ¡Cogedle y quitarle la máscara, y así sabremos a quien hay que colgar de una almena al amanecer!
Cuando pronunció estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el salón azul, que daba al oriente. Y su eco recorrió alto y claro las siete estancias, porque el príncipe era un hombre robusto y osado, y un gesto suyo había acallado ya la música.

Era en el salón azul donde se hallaba el príncipe, en compañía de un grupo de pálidos cortesanos. Al principio, cuando habló, dieron éstos un primer paso hacia el intruso, que entonces estaba próximo a ellos, y que ahora se acercaba mas aún, con porte deliberado y majestuoso. Pero cierto miedo indecible que la insensata arrogancia de la máscara había inspirado a todo el grupo impidió que nadie le pusiera la mano encima; asi que, sin estorbo alguno, pasó apenas a un metro del príncipe; y, mientras en los salones la numerosa concurrencia, como movida por un mismo resorte, se hacía a un lado buscando el refugio de las paredes, el enmascarado siguió andando con el mismo paso solemne y mesurado que desde el comienzo le había distinguido, pasando de la sala azul a la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la de color naranja, de ésta a la blanca, e incluso de aquí a la morada, sin que nadie hiciera el menor intento de detenerle. Fue entonces, sin embargo, cuando el príncipe Próspero, fuera de sí y avergonzado por su cobardía pasajera, cruzó veloz los seis salones, sin que nadie le siguiera por el terror mortal que de todos se había apoderado. Blandía una daga desenvainada, y se acercó impetuoso y rápido a muy poco distancia de la figura que seguía su camino, cuando ésta, que ya había llegado al salón de terciopelo, giró de pronto y le hizo frente. Hubo un grito agudo, y la daga reluciente cayó en la alfombra negra sobre la que, al instante, caía postrado por la muerte el príncipe Próspero. Después, llevados por el valor enloquecido de la desesperación, un amplio grupo entró en avalancha en el salón negro, en el que la alta figura seguía inmovil y erguida bajo la sombra del reloj de ébano; pero al ponerle la mano encima al enmascarado, un horror innombrable les cortó el aliento y descubrieron que la mortaja y la máscara cadavérica que habían tratado con violenta rudeza no estaban habitadas por ninguna forma tangible.

Y reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno a uno fueron cayendo los presentes en los salones antes festivos, ahora bañados en sangre, y cada uno hallaba la muerte en la desesperada postura en que caía. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último cortesano. Y las llamas de los trípodes se extinguieron. Y de todo se adueñó la Tiniebla, la Corrupción y la Muerte Roja.
El Ahorcamiento de Alfred Wadham.
The hanging of Alfred Wadham; E.F. Benson (1867-1940)

Le estuve comentando al padre Denys Hanbuky sobre un la gran sesión de espiritismo a la que había asistido. La médium, en trance, había dicho cosas desconocidas para todos salvo para mí y un amigo mío que había muerto recientemente, y que según la médium, estaba presente. Naturalmente, desde el punto de vista científico, el único desde el que deberíamos abordar esos fenómenos, esa información no era una prueba de que el espíritu estuviera en contacto con ella, pues aquello ya lo conocía yo, y mediante algún proceso telepático pudo ser comunicado a la médium a través de mi cerebro, y no mediante la intervención del muerto.

Además ella no hablaba con su voz ordinaria, sino con una que se asemejaba a la de mi amigo. Pero yo también conocía su voz; estaba en mi memoria igual que las cosas que ella decía. Por tanto, tal cómo le comenté al padre Denys, había que descartar aquello como una prueba positiva de que la comunicación procedía del otro lado de la muerte.

-La teoría telepática es posible -le dije-, y tenemos que aceptar cualquier explicación conocida que dé cuenta de los hechos antes de concluir que los muertos han regresado y contactado con el mundo material. Aunque la habitación estaba cálida vi que él se estremeció ligeramente, y acercando un poco más la silla al fuego extendió las manos ante las llamas. Qué manos eran aquéllas: hermosas y expresivas, muy semejantes a las manos en oración de Alberto Durero: las llamas brillaban a través de ellas como si lo hicieran a través de un alabastro. Sacudió la cabeza.

-Es peligroso tratar de entrar en comunicación con los muertos. -me dijo- Si parece que entra en contacto con ellos corre el riesgo de establecer la conexión no con ellos, sino con inteligencias terribles y peligrosas. Estudie la telepatía, pues es una de las maravillas de la mente que deberíamos investigar, como cualquier otro secreto de la naturaleza. Pero le he interrumpido: dijo que sucedió algo más. Hábleme de ello.

Yo conocía el credo del padre Denys acerca de esas cosas, y lo deploraba. Tal como su iglesia le exige, sostiene que la relación con los espíritus de los muertos es imposible, y que cuando parece producirse, tal como indudablemente sucede, el investigador está en realidad en contacto con una especie de demonio que está tomando la personalidad del espíritu del muerto. Tal cosa me pareció monstruosa y carente de fundamento, y no he podido descubrir nada en las fuentes reconocidas de la doctrina cristiana que justifique dicho punto de vista.

-Sí, ahora viene lo extraño -proseguí-. Pues hablando todavía con la voz de mi amigo, la médium me dijo algo que al instante creí que era falso. Por tanto no pudo ser transmitido telepáticamente. Cuando la sesión terminó examiné el diario de mi amigo, que me había legado a su muerte. Encontré allí una entrada que demostraba que lo que había dicho la médium era absolutamente cierto. Algo -y no necesito entrar en ello- había sucedido exactamente tal como ella lo había dicho. Aquello no podía haber llegado a la mente de la médium desde mi propia mente, y no existe ninguna fuente en la que yo pueda pensar desde la que ella pudiera obtener ese dato, salvo de mi amigo. ¿Qué dice usted a eso?

-No cambio en absoluto mi posición -me contestó sacudiendo la cabeza-. Esa información, aceptando que no procediera de su mente, lo que ciertamente parece imposible, procedería de algún ser desencarnado. Pero no del espíritu de su amigo: venía de alguna inteligencia maligna y horrible.
-¿Y no es eso pura suposición? -pregunté- Seguramente es mucho más simple decir que, bajo ciertas condiciones, los muertos pueden comunicarse con nosotros. ¿Por qué meter aquí al diablo?
-No es demasiado tarde -contestó mirando el reloj-. A no ser que quiera irse a la cama, concédame su atención durante media hora y trataré de demostrárselo.

El resto de la historia es lo que me contó el padre Denys, y lo que sucedió inmediatamente después.

-Aunque usted no es católico, pienso que estará de acuerdo acerca de una institución que juega un importante papel en nuestro ministerio, me refiero a la confesión, por lo sagrado de ésta y su inviolabilidad. Una alma cargada por el pecado llega a su confesor sabiendo que éste está hablando con aquél que tiene el poder de darnos o retirarnos el perdón, pero que nunca, por razón alguna, repetirá o sugerirá lo que se le ha contado. Si existiera la más ligera posibilidad de que la confesión del penitente se diera a conocer a algún otro, salvo al propio penitente, con propósitos de expiación o de deshacer algún error, nadie se confesaría nunca. La iglesia perdería el más importante baluarte que posee sobre las almas de los hombres, y las almas de los hombres perderían ese consuelo inestimable de saber (no simplemente de esperar, sino saber) que sus pecados les han sido perdonados.

Evidentemente el sacerdote puede no dar la absolución si no está convencido de hallarse frente a un penitente auténtico, y antes de darla insistirá en que el penitente repare, en la medida en la que le sea posible, el mal que ha hecho. Si se ha beneficiado de su deshonestidad, deberá hacer el bien: cualquiera que sea el crimen que haya cometido deberá garantizar que su arrepentimiento es sincero. Pero imagino que aceptará que en ningún caso puede el sacerdote repetir lo que se le ha dicho con independencia de cuáles puedan ser las consecuencias de su silencio. Aunque repitiéndolas pudiera corregir o evitar un mal horrible, le sería imposible. Lo que ha oído lo ha oído bajo el sello de la confesión, y con respecto a lo sagrado de éste no hay argumentación concebible.

-Es posible imaginar qué terribles consecuencias resultan de ello. -intervine- Pero lo acepto.
-Ya antes de ahora se han producido consecuencias terribles. -prosiguió- Pero no afectan al principio. Y ahora voy a hablarle de una confesión que me hicieron en una ocasión.
-Pero ¿cómo va a hacerlo? Eso es imposible.
-Por una determinada razón a la que llegaremos más adelante, comprobará que ese secreto ya no me incumbe a mí. Pero no es ésa la clave de mi historia: sino la de advertirle sobre los intentos de establecer comunicación con los muertos. Parecen llegar a nosotros, a través de ellos, signos y muestras, voces y apariciones: pero ¿quién los envía? Se dará cuenta de a qué me refiero.

Me puse cómodo para disponerme a escucharle.

-Probablemente no recordará con claridad, o no recordará en absoluto, un asesinato cometido hace un año, en el que encontró la muerte un hombre llamado Gerald Selfe. No había allí ningún misterio, ni accesorios románticos, y no despertó el interés del público. Selfe era un hombre de vida licenciosa, pero mantenía una posición respetable y habría sido desastroso para él que llegaran a ser conocidas sus irregularidades privadas. Antes de su muerte, durante algún tiempo, estaba recibiendo cartas de chantaje referidas a sus relaciones con una determinada mujer casada, y correctamente había puesto el asunto en manos de la policía. La policía había seguido determinadas pistas, y la tarde anterior a la muerte de Selfe uno de los oficiales del Departamento de Investigación Criminal le había escrito que todo indicaba que el culpable era su criado personal, quien desde luego conocía la intriga.

Era un hombre joven llamado Alfred Wadham: hacía relativamente poco que había entrado al servicio de Selfe, y su historia pasada era de lo más indeseable. Le habían preparado una trampa, de la que se incluían los detalles, y sugerían que Selfe se la mostrará, y consiguió hacerlo en una o dos horas. Esa información y esas instrucciones se transmitieron en una carta que tras la muerte de Selfe se encontró en un cajón de su mesa de escritorio, cuya cerradura había intentado ser forzada. Sólo Wadham y su amo dormían en el piso; todas las mañanas venía una mujer para preparar el desayuno y hacer la limpieza de la casa, pues Selfe almorzaba y cenaba en su Club o en el restaurante que había en la planta baja de ese edificio de apartamentos, y allí es donde cenó aquella noche. Cuando la mujer llegó a la mañana siguiente, encontró abierta la puerta exterior del piso, y a Selfe muerto sobre el suelo de la sala de estar, con la garganta cortada. Wadham había desaparecido, pero en el cubo del agua de su dormitorio había agua teñida de sangre humana. Fue apresado dos días después y prestó testimonio en el juicio. Según su historia sospechaba haber caído en una trampa, y mientras el señor Selfe cenaba buscó en sus cajones y encontró la carta enviada por la policía, que demostraba que así era. Decidió por ello fugarse y abandonó el piso aquella noche antes de que su amo regresara de cenar.

Como estaba en el banquillo de los acusados, fue sometido desde luego a un interrogatorio y se contradijo. Además estaban las pruebas de su habitación, y el motivo del crimen resultaba bastante claro. Tras una deliberación muy larga el jurado le encontró culpable y fue sentenciado a muerte. La apelación posterior fue rechazada.

Wadham era católico, y como mi puesto me lleva a ser ministro de los prisioneros católicos que hay en la cárcel en la que se encontraba él bajo sentencia de muerte, sostuvimos varias conversaciones y le rogué, por el bien de su alma inmortal, que confesara. Pero aunque deseaba confesar otras malas acciones, algunas de las cuales eran difíciles de transmitir, mantuvo su inocencia con respecto a esa acusación. Nada le conmovía, y aunque se arrepentía sinceramente de otros malos actos, me juró que el relato que contó en el tribunal era cierto, a pesar de las contradicciones en las que se había visto envuelto, y que si le ahorcaban moriría injustamente. Hasta la última tarde de su vida, en la que me senté con él durante dos horas, rogándole y suplicándole, se aferró a eso. Resultaba curioso que lo hiciera a menos de que realmente fuera inocente, si pensamos que de buena voluntad rebuscaba en su corazón para confesar otras graves perversidades; cuanto más pensaba en ello, más inexplicable me resultaba, y durante aquella tarde las dudas con respecto a su culpa empezaron a crecer en mí. Era un pensamiento terrible, pues él había vivido en el pecado y el error, y al día siguiente su vida se rompería como un bastón quebrado. Tenía que acudir de nuevo a la prisión antes de las seis de la mañana, y debía decidir si le daría los sacramentos. Si acudía a su muerte culpable de asesinato, pero negándose a confesar, no tenía yo derecho a dárselo, pero si era inocente, el negarle ese derecho era tan terrible como cualquier violación de la justicia. Al salir sostuve unas palabras con uno de los celadores, lo que me hizo dudar todavía más.

-¿Qué opina de Wadham? -pregunté.
Se apartó para dejar pasar a un hombre que le hizo una señal de reconocimiento. De alguna manera supe que era el verdugo.
-No me gusta pensar en ello, señor. -me respondió- Sé que fue considerado culpable, y que su apelación fue rechazada. Pero si me pregunta si creo que es un asesino, pues no, no lo creo.

Pasé a solas la noche: hacia las diez estaba a punto de irme a la cama cuando me dijeron que abajo estaba un hombre llamado Horace Kennion que quería verme. Era católico, y aunque había tenido amistad con él en otro tiempo, habían llegado a mi conocimiento determinadas cosas que me imposibilitaban tener más relación con él, y tuve que decírselo así. Era perverso... oh, no me mal interprete; todos cometemos perversiones constantemente; la vida de cada uno de nosotros es un tejido de malos actos, pero de todos los hombres que he conocido sólo él me pareció que amaba la perversidad por sí misma. Dije que no podía verle, pero volvieron con el mensaje de que su necesidad era urgente, y entonces subió. Me dijo que quería confesar no al día siguiente, sino en ese momento, y que su confesor estaba fuera. Como sacerdote no podía resistirme a esa petición. Y confesó que había asesinado a Gerald Selfe.

Pensé por un momento que se trataba de alguna broma, pero juró que estaba diciendo la verdad, y todavía bajo el secreto de confesión me hizo un relato detallado. Aquella noche había cenado con Selfe, y después había subido al piso de éste para jugar una partida de piquet. Con una sonrisa, Selfe le dijo que al día siguiente iba a atrapar a su criado por chantaje. Le dijo las siguientes palabras: Hoy es un hombre joven, guapo y activo, quizás mañana a esta hora haya perdido un poco de color. Tocó la campanilla para que viniera el criado a poner la mesa de juego, pero luego vio que ya estaba preparada y se olvidó de que no habían respondido a la llamada. Jugaron puntos altos y los dos bebieron mucho. Selfe perdió una partida tras otra y acabó acusando a Kennion de hacer trampas. palabras subieron de tono y acabaron en golpes, y Kennion, tras varios golpes y caídas, cogió un cuchillo de la mesa y le cortó a Selfe la yugular y la arteria carótida de la garganta.

A los pocos minutos había muerto desangrado... Kennion recordó entonces que nadie había contestado a la llamada, y sigilosamente fue hasta la habitación de Wadham. La encontró vacía; también estaban vacías las otras habitaciones del piso. De haber habido alguien allí, su idea era la de decir que acababa de subir por invitación de Selfe y le había encontrado muerto. Pero aquello era mejor todavía: sólo tenía unas manchas de sangre y las lavó en la habitación de Wadham, vaciando el agua en el cubo. Después, dejando abierta la puerta del piso, bajó las escaleras y se marchó.

Me contó eso con pocas frases, tal como se lo he contado a usted, y me miró con rostro sonriente.

-¿Qué hay que hacer ahora, venerable padre? -preguntó alegremente.
-¡Ah, gracias a Dios que ha confesado! -dije- Todavía estamos a tiempo de salvar a un inocente. Debe entregarse a la policía enseguida.

Incluso mientras le decía eso, sentí la duda en mi corazón. El se levantó limpiándose las rodillas de los pantalones.
-Qué idea tan pintoresca. No hay nada tan lejos de mi pensamiento. -dijo.
Me puse en pie de un salto y añadí:
-Entonces iré yo mismo.
Ante eso él se echó a reír:
-Oh no, no lo hará. ¿Qué me dice del secreto de confesión? Ciertamente creo que es un pecado mortal incluso que un sacerdote piense en violar ese secreto. Realmente me avergüenzo de usted, mi querido Denys. ¡Es usted un malvado! Aunque quizás fuera sólo una broma, y no pensara hacerlo.
-Claro que pensaba hacerlo. Ya verá si lo pensaba o no. -Pero incluso mientras estaba hablando sabía que no iba a hacerlo- Todo está permitido para salvar de la muerte a un hombre inocente.

Él se echó a reír de nuevo.
-Perdóneme: sabe perfectamente bien que no es así. En nuestra creencia hay una cosa que es peor que la muerte, y es la condenación del alma. Usted no tiene ninguna intención de condenar la suya. Yo no corría ningún riesgo cuando me confesé.
-Pero si no salva a ese hombre será un asesinato -dije.
-Oh, ciertamente, pero ya tengo un asesinato en mi conciencia. Uno se acostumbra a eso rápidamente. Y habiéndome acostumbrado, otro asesinato no parece importar mucho. Pobre Wadham: mañana, ¿no es así? No estoy seguro de que no sea una especie de justicia por aproximación. El chantaje es un delito repelente.

Fui al teléfono y lo sostuve en la mano.

-Realmente esto es de lo más interesante. -dijo él- Walton Street es la comisaría de policía más cercana. Ni siquiera necesita decir el número; simplemente diga comisaría de Walton Street. Pero no puede hacerlo. No puede decir que ahora está acompañado de un hombre, Horace Kennion, que ha confesado que asesinó a Selfe. Entonces, ¿a qué viene ese farol? Además, aunque usted pudiera hacerlo, a mí me bastaría con decir que no he hecho nada semejante. Su palabra, la palabra de un sacerdote que ha roto el voto más sagrado, contra la mía. ¡Absurdo!

-Kennion, por el amor de Dios y por el miedo al infierno: ¡entregúese! ¿Qué importancia tiene que usted o yo vivamos algunos años menos, si al final pasamos al vasto infinito con nuestros pecados confesos y perdonados? Día y noche rezaré por usted.
-Qué amable por su parte. Pero ahora no tengo duda de que dará a Wadham la plena absolución. Así que... ¿qué importa si es él el que entra en el... en el vasto infinito a las ocho en punto de mañana por la mañana?
-Entonces, ¿por qué me lo confesó, si no tenía intención de salvarle y expiar su pecado?
-Bueno, no hace mucho tiempo usted fue muy desagradable conmigo. Usted me dijo que ningún hombre decente podría asociarse conmigo. Así que de repente, hoy, se me ocurrió que sería agradable verle en el agujero más horrible. Me atrevo a decir que tengo tendencias sádicas, y que me están permitiendo disfrutar maravillosamente. Como ve, está en una situación atormentadora: preferiría sufrir cualquier agonía física antes de hallarse en esta cámara de tortura del alma. Es maravilloso, me encanta. Se lo agradezco mucho, Denys.

Se levantó.

-Mi taxi está esperando. Sin duda esta noche estará atareado. ¿Puedo dejarle en algún sitio? ¿En Pentonville?

No hay palabras para describir determinadas oscuridades y éxtasis que llegan al alma, y sólo puedo decirle que no puedo imaginar un infierno del remordimiento que pueda igualar al infierno en el que yo me encontraba. Pues en la amargura del remordimiento podemos ver que nuestro sufrimiento es una experiencia necesaria y saludable: sólo mediante él puede limpiarse nuestro pecado. Pero yo me enfrentaba a una tortura vacía y carente de significado... y entonces mi cerebro se conmocionó y empecé a preguntarme si no podría hacer algo sin romper el secreto de confesión.

Desde mi ventana vi que estaba encendida la luz en la torre del reloj de Westminster: por tanto había allí alguien y me pareció posible que, sin violar el secreto, podría decirle al Secretario de Interior que me habían hecho una confesión por la cual sabía que Wadham era inocente. Me preguntaría detalles que pudiera darle, y podría decirle... y entonces me di cuenta de que no podía decirle nada: no podía decir que el asesino había subido con Selfe a su habitación, pues mediante esa información podría descubrirse que Kennion había cenado con él. Antes de hacer nada necesitaba consejo y fui a la casa del cardenal, junto a nuestra catedral. Él se había acostado, pues pasaba ya de la media noche, pero respondiendo a la urgencia de mi petición, bajó a verme. Le conté lo que había sucedido sin darle pista alguna, y su veredicto fue el que en mi corazón había anticipado. Ciertamente podía ver al Secretario de Interior y decirle que me habían hecho esa confesión, pero no podía dejar escapar ninguna palabra o indicación que pudiera conducir a la identificación del confeso.

Personalmente no veía que con la información que yo podía dar fuera posible posponer la ejecución.
-Y sea cual sea su sufrimiento, hijo mío -me dijo- esté seguro de que sufre no por haber hecho el mal, sino por haber hecho lo correcto. En la posición en la que se encuentra, su tentación de salvar a un hombre inocente procede del diablo, y también tendrá ese origen toda fuerza a la que invoque para que le ayude a soportarlo.

Vi al Secretario de Interior en sus habitaciones una hora después. Pero a menos que le dijera algo más, y él comprendía que yo no podía hacerlo, no podría hacer nada.

-En el juicio le declararon culpable -me dijo-. Y su apelación fue rechazada. Sin nuevas pruebas, nada puedo hacer.

Se quedó sentado un momento, pensativo, y después se puso en pie de un salto.
-Buen Dios, es fantasmal. Creo verdaderamente, no es necesario que se lo diga, que ha oído usted esa confesión, pero eso no demuestra que sea cierto. ¿No puede ver de nuevo a ese hombre? ¿No puede meter en él el miedo a Dios? Si hasta el momento de caer el telón puede usted hacer algo que me dé una justificación para actuar, ordenaré inmediatamente una suspensión de la pena. Éste es mi número de teléfono: llámeme aquí o a mi casa a cualquier hora.

Estaba de vuelta en la prisión antes de las seis de la mañana. Le dije a Wadham que creía en su inocencia y le di la absolución por todo lo demás. Recibió de mis manos el sagrado sacramento y se dirigió a su muerte sin pestañear.

El padre Denys se detuvo.

-He tardado mucho en llegar al punto de mi relato que concierne a la sesión de espiritismo de la que me habló, pero era necesario que conociera todo esto para poder entender lo que voy a contarle ahora. Afirmé que los mensajes de los muertos no proceden de ellos, sino de algún poder maligno y horrible que los encarna. Usted me respondió, me acuerdo bien, que no entendía la razón de que hubiera que meter al diablo en esto. Le explicaré el motivo.

Cuando todo terminó, cuando la compuerta sobre la que estaba en pie aquel hombre se abrió, y la cuerda crujió, regresé a casa. Era una mañana invernal oscura, apenas iluminada todavía, y a pesar de la escena trágica que acababa de presenciar me sentía sereno y en paz. No pensaba en Kennion en absoluto, sólo en el muchacho que había sufrido injustamente, y aquello me pareció un error lamentable, pero no más. Aquello no le había conmovido, a su alma viva y esencial, era como si hubiera sufrido la expiación sagrada del martirio. Y yo agradecía humildemente haber sido capaz de actuar correctamente, pues si por algún acto mío Kennion estuviera entonces en manos de la policía, y Wadham viviera, yo habría cometido el crimen más terrible que puede cometer un sacerdote.

Había estado en pie toda la noche, y tras decir mis oficios me acosté en el sofá para dormir un poco. Soñé que me encontraba en la celda con Wadham, y que él sabía que tenía yo prueba de su inocencia. Faltaban unos minutos para la hora de su muerte, y en el corredor de losetas de piedra del exterior se oían los pasos de los que venían a por él. Él también los oyó y se puso en pie señalándome.

-Va a permitir que muera un hombre inocente, cuando podría salvarle -me dijo-. No puede consentirlo, padre Denys. ¡Padre Denys! -gritó, y el grito se convirtió en una boqueada, falto de respiración, mientras la puerta se abría.

Desperté sabiendo que lo que me había despertado era mi propio nombre gritado desde algún lugar cercano, y supe de quién era esa voz. Pero estaba solo en mi habitación tranquila y vacía, en la que penetraba el día poco luminoso. Vi que sólo había dormido unos minutos, pero ahora había huido todo deseo o capacidad de dormir, pues en algún lugar junto a mí, invisible pero horriblemente presente, estaba el espíritu del hombre a quien había permitido perecer. Y me llamaba.

Acabé por convencerme de que la voz que me llamó mientras dormía no era más que un sueño, y pasaron varios días con suficiente tranquilidad. Pero un día en el que caminaba por una calle soleada y repleta de gente sentí un cambio claro y terrible en lo que podría denominar la atmósfera psíquica que nos rodea a todos, y mi alma se ennegreció por el miedo y por imágenes malvadas. Y allí estaba Wadham, que venía hacia mí por la acera, elegante y alegre. Me miró y su rostro se convirtió en una máscara de odio. Espero que nos encontremos a menudo, padre Denys, me dijo al pasar.

Al día siguiente regresaba a casa a la hora del crepúsculo y de pronto, al entrar en la habitación, oí el crujido de una cuerda que se tensaba, y su cuerpo, con la cabeza cubierta por la capucha de la muerte, colgaba en la ventana contra el sol poniente. Y a veces, cuando estaba leyendo mis libros, la puerta se abría y cerraba, y yo sabía que él estaba allí. Ni la aparición ni sus signos eran frecuentes quizás porque mi resistencia se había fortalecido al saber que tenía un origen diabólico. Pero sucedía con largos intervalos cuando había bajado la guardia, pensando que lo había vencido, y entonces sentía a veces que mi fe se tambaleaba. Siempre era precedida por esa sensación de poder maligno que bajaba sobre mí, y rápidamente buscaba el abrigo de la elevada casa de defensa. Pero este último domingo...

Se detuvo y se tapó los ojos con las manos, como si quisiera evitar un espectáculo horrible.

-Llevaba predicando en favor de una de nuestras misiones. La iglesia estaba llena, y no creo que existiera otro pensamiento o deseo en mi alma si no el de potenciar la sagrada causa acerca de la cual estaba hablando. Era el servicio de la mañana y el sol penetraba por las vidrieras brillando con luces de colores. Pero en medio del sermón se elevó un banco de nubes, y con él la advertencia horrible de que se aproximaba una tempestad del mal. Se puso tan oscuro que cuando llegaba al final del sermón tuvieron que encender las luces de la iglesia, que así se llenó de brillo. Había una lámpara en la mesa del pulpito sobre la que había colocado mis notas, y al encenderse iluminó plenamente el banco que tenía justo debajo. Y allí estaba Wadham sentado, con la cabeza alzada hacia mí, el rostro morado, los ojos saltones y el nudo corredizo alrededor del cuello.

Mi voz me falló un segundo y me aferré a la barandilla del pulpito mientras él me miraba fijamente, y yo a él. Me rodeó un horror del espíritu, negro como la noche eterna de los perdidos, pues le había permitido que, inocente, fuera hacia su muerte, y mi castigo era justo... y entonces, como una estrella que brillara a través de una piadosa hendidura en aquella tormenta anímica, brotó otra vez el rayo de la convicción de que yo, como sacerdote, no podía haber actuado de otra manera, y se acompañó del conocimiento seguro de que esa aparición no podía venir de Dios, sino del diablo, y había de resistirme a ella y desafiarla lo mismo que desafiamos con desprecio las tentaciones dulces e insidiosas. No podía ser el espíritu del hombre lo que estaba mirando, sino alguna falsificación diabólica.

Volví a posar mi mirada en las notas y seguí con el sermón, pues sólo eso me interesaba. Aquella pausa me había parecido eterna: tenía la cualidad de lo intemporal, pero después me enteré de que apenas había resultado perceptible. Y en mi propio corazón supe que no era un castigo lo que estaba sufriendo, sino el fortalecimiento de una fe que había vacilado.

Interrumpió de pronto su historia. Fijó los ojos en la puerta y no fue una mirada de miedo lo que brotó en ellos, sino de salvaje e implacable antagonismo.

-Se acerca -me dijo-. Y si ahora escucha o ve algo, desprécielo, pues es maligno.

La puerta se abrió y se cerró, y aunque no entró nada que fuera visible, supe que había ahora en la habitación una inteligencia viva distinta de mí y del padre Denys; y afectó a mi propio ser de la misma manera que un olor horrible a putrefacción nos afecta físicamente: mi alma sintió náuseas. Después, todavía sin ver nada, percibí que la habitación, hasta entonces cálida y confortable, con un fuego vivo de carbón en la rejilla, se estaba quedando fría, y que algún eclipse extraño estaba velando la luz. Cerca de mí, sobre la mesa, había una lámpara eléctrica: la sombra de ésta se agitó en la corriente helada que se movió en el aire, y el alambre luminoso dejó de ser incandescente, tornándose rojizo y oscuro como las ascuas sobre la rejilla. Escruté la semioscuridad, pero ninguna forma material se manifestó en ella.

El padre Denys estaba sentado muy erguido en su silla, con los ojos fijos y concentrados en algo que para mi era invisible. Sus labios se movían y murmuraban y con las manos aferraba el crucifijo que colgaba sobre su pecho. Entonces vi lo que sabía que él estaba viendo también: un rostro que se perfilaba en el aire delante de él, un rostro hinchado y morado, con la lengua colgando desde la boca, ahorcado allí y agitándose a un lado y a otro.

Fue haciéndose más y más claro, suspendido por la cuerda que ahora se me hizo visible, y aunque era la aparición de un hombre colgado por el cuello, éste no estaba muerto, sino vivo y activo, y el espíritu que lo animaba no era humano, sino algo diabólico.
De pronto el padre Denys se puso en pie y acercó el rostro a cuatro o cinco centímetros del horror suspendido.
Alzó las manos llevando en ellas el sagrado emblema.

-Regresa a tu tormento hasta que los tiempos de éste hayan terminado y la piedad de Dios te conceda la muerte eterna -gritó.

Brotó en el aire una lamentación, mientras una corriente sacudía la habitación estremeciendo sus esquinas, y entonces regresaron la luz y el calor y allí no estábamos más que nosotros dos. El rostro del padre Denys estaba ojeroso y sudoroso por la lucha que había experimentado, pero brillaba en él una radiación como no había visto nunca en un semblante humano.

-Ha terminado -dijo-. Le he visto marchitarse y secarse ante el poder de Su presencia... y sus ojos me dicen que también usted lo vio, y que sabe ahora que lo que se presentaba con el semblante de la humanidad era puramente maligno. Apenas sí hablamos un poco más, y se levantó para irse.

-Ah, me olvidaba -dijo-. Querrá saber por qué he podido revelarle lo que se me contó en confesión. Horace Kennion se suicidó aquella misma mañana. Había dejado a su abogado un paquete que había que abrir a su muerte, con instrucciones de que se publicara en la prensa diaria. Lo leí en un periódico de la tarde y era un relato detallado de cómo había matado a Gerald Selfe. Deseaba que se le diera toda la publicidad posible.

-Pero ¿por qué? -pregunté.
-Imagino que se glorificaba en su perversidad -contestó el padre Denys tras una pausa-. La amaba por sí misma, tal como le había dicho, y quería que todo el mundo la conociera en cuanto él se hubiera ido y estuviera a salvo.

E.F. Benson (1867-1940)
Mi Suicidio.
Emilia, condesa de Patdo Bazán (1851-1921)
A Campoamor.

Muerta ella; tendida, inerte, en el horrible ataúd de barnizada caoba que aún me parecía ver con sus doradas molduras de antipático brillo, ¿qué me restaba en el mundo ya? En ella cifraba yo mi luz, mi regocijo, mi ilusión, mi delicia toda..., y desaparecer así, de súbito, arrebatada en la flor de su juventud y de su seductora belleza, era tanto como decirme con melodiosa voz, la voz mágica, la voz que vibraba en mi interior produciendo acordes divinos: Pues me amas, sígueme.

¡Seguirla! Sí; era la única resolución digna de mi cariño, a la altura de mi dolor, y el remedio para el eterno abandono a que me condenaba la adorada criatura huyendo a lejanas regiones.
Seguirla, reunirme con ella, sorprenderla en la otra orilla del río fúnebre... y estrecharla delirante, exclamando: Aquí estoy. ¿Creías que viviría sin ti? Mira cómo he sabido buscarte y encontrarte y evitar que de hoy más nos separe poder alguno de la tierra ni del cielo.

Determinado a realizar mi propósito, quise verificarlo en aquel mismo aposento donde se deslizaron insensiblemente tantas horas de ventura, medidas por el suave ritmo de nuestros corazones... Al entrar olvidé la desgracia, y me pareció que ella, viva y sonriente, acudía como otras veces a mi encuentro, levantando la cortina para verme más pronto, y dejando irradiar en sus pupilas la bienvenida, y en sus mejillas el arrebol de la felicidad.

Allí estaba el amplio sofá donde nos sentábamos tan juntos como si fuese estrechísimo; allí la chimenea hacia cuya llama tendía los piececitos, y a la cual yo, envidioso, los disputaba abrigándolos con mis manos, donde cabían holgadamente; allí la butaca donde se aislaba, en los cortos instantes de enfado pueril que duplicaban el precio de las reconciliaciones; allí la gorgona de irisado vidrio de Salviati, con las últimas flores, ya secas y pálidas, que su mano había dispuesto artísticamente para festejar mi presencia... Y allí, por último, como maravillosa resurrección del pasado, inmortalizando su adorable forma, ella, ella misma... es decir, su retrato, su gran retrato de cuerpo entero, obra maestra de célebre artista, que la representaba sentada, vistiendo uno de mis trajes preferidos, la sencilla y airosa funda de blanca seda que la envolvía en una nube de espuma.

Y era su actitud familiar, y eran sus ojos verdes y lumínicos que me fascinaban, y era su boca entreabierta, como para exclamar, entre halago y represión, el ¡qué tarde vienes! de la impaciencia cariñosa; y eran sus brazos redondos, que se ceñían a mi cuello como la ola al tronco del náufrago, y era, en suma, el fidelísimo trasunto de los rasgos y colores, al través de los cuales me había cautivado un alma; imagen encantadora que significaba para mí lo mejor de la existencia... Allí, ante todo cuanto me hablaba de ella y me recordaba nuestra unión; allí, al pie del querido retrato, arrodillándome en el sofá, debía yo apretar el gatillo de la pistola inglesa de dos cañones (que lleva en su seno el remedio de todos los males y el pasaje para arribar al puerto donde ella me aguardaba). Así no se borraría de mis ojos ni un segundo su efigie: los cerraría mirándola, y volvería a abrirlos, viéndola no ya en pintura, sino en espíritu...

La tarde caía; y como deseaba contemplar a mi sabor el retrato, al apoyar en la sien el cañón de la pistola, encendí la lámpara y todas las bujías de los candelabros. Uno de tres brazos había sobre el secrétaire de palo de rosa con incrustaciones, y al acercar al pábilo el fósforo, se me ocurrió que allí dentro estarían mis cartas, mi retrato, los recuerdos de nuestra dilatada e íntima historia. Un vivaz deseo de releer aquellas páginas me impulsó a abrir el mueble.

Es de advertir que yo no poseía cartas de ella: las que recibía las devolvía una vez leídas, por precaución, por respeto, por caballerosidad. Pensé que acaso ella no había tenido valor para destruirlas, y que de los cajoncitos del secrétaire volvería a alzarse su voz insinuante y adorada, repitiendo las dulces frases que no habían tenido tiempo de grabarse en mi memoria. No vacilé (¿vacila el que va a morir?) en descerrajar con violencia el primoroso mueblecillo. Saltó en astillas la cubierta y metí la mano febrilmente en los cajoncitos, revolviéndolos ansioso.

Sólo en uno había cartas. Los demás los llenaban cintas, joyas, dijecillos, abanicos y pañuelos perfumados. El paquete, envuelto en un trozo de rica seda brochada, lo tomé muy despacio, lo palpé como se palpa la cabeza del ser querido antes de depositar en ella un beso, y acercándome a la luz, me dispuse a leer. Era letra de ella: eran sus queridas cartas. Y mi corazón agradecía a la muerta el delicado refinamiento de haberlas guardado allí, como testimonio de su pasión, como codicilo en que me legaba su ternura.

Desaté, desdoblé, empecé a deletrear... Al pronto creía recordar las candentes frases, las apasionadas protestas y hasta las alusiones a detalles íntimos, de esos que sólo pueden conocer dos personas en el mundo. Sin embargo, a la segunda carilla un indefinible malestar, un terror vago, cruzaron por mi imaginación como cruza la bala por el aire antes de herir. Rechacé la idea; la maldije; pero volvió, volvió..., y volvió apoyada en los párrafos de la carilla tercera, donde ya hormigueaban rasgos y pormenores imposibles de referir a mi persona y a la historia de mi amor... A la cuarta carilla, ni sombra de duda pudo quedarme: la carta se había escrito a otro, y recordaba otros días, otras horas, otros sucesos, para mí desconocidos...

Repasé el resto del paquete; recorrí las cartas una por una, pues todavía la esperanza terca me convidaba a asirme de un clavo ardiendo... Quizá las demás cartas eran las mías, y sólo aquélla se había deslizado en el grupo, como aislado memento de una historia vieja y relegada al olvido... Pero al examinar los papeles, al descifrar, frotándome los ojos, un párrafo aquí y otro acullá, hube de convencerme: ninguna de las epístolas que contenía el paquete había sido dirigida a mí... Las que yo recibí y restituí con religiosidad, probablemente se encontraban incorporadas a la ceniza de la chimenea; y las que, como un tesoro, ella había conservado siempre, en el oculto rincón del secrétaire, en el aposento testigo de nuestra ventura..., señalaban, tan exactamente como la brújula señala al Norte, la dirección verdadera del corazón que yo juzgara orientado hacia el mío... ¡Más dolor, más infamia! De los terribles párrafos, de las páginas surcadas por renglones de una letra que yo hubiese reconocido entre todas las del mundo, saqué en limpio que «tal vez».... al «mismo tiempo».... o «muy poco antes»... Y una voz irónica gritábame al oído: ¡Ahora sí.... ahora sí que debes suicidarte, desdichado!

Lágrimas de rabia escaldaron mis pupilas; me coloqué, según había resuelto, frente al retrato; empuñé la pistola, alcé el cañón... y, apuntando fríamente, sin prisa, sin que me temblase el pulso.... con los dos tiros.... reventé los dos verdes y lumínicos ojos que me fascinaban.

Emilia, condesa de Pardo Bazán